Salmo 91:14
El Señor dice: “Rescataré a los que me aman;
protegeré a los que confían en mi nombre.”
Isaac, uno de los seis mineros atrapados desde hacía ya catorce días, tomó lo que sintió era su última bocanada de aire y gritó con todas sus fuerzas. Sus colegas perseguían en silencio el rastro del bramido atravesando los 500 metros que los separaban de la superficie, con la esperanza de que esta vez alguien los escuchara. Pero no hubo respuesta. Isaac y sus amigos se acomodaron para dormir en la estrechez que les salvó la vida, abrigados solo por el espíritu de solidaridad que los animaba. Al día siguiente se repartieron las últimas raciones de alimento, y al otro sorbieron las últimas gotas de agua. Al tercer día, la complicidad de cruzar juntos el portal de su destino, los hermanaba aún más. De pronto, el sonido de un taladro que se abrió lugar cerca de ellos, rompió el silencio de la resignación y abrió el camino de la esperanza. 24 horas después, todos los mineros estaban a salvo en la superficie. Mientras Isaac y sus amigos abrazaban a sus familiares, uno de los rescatistas dijo a la prensa que tres días antes se habia dado la orden de cancelar las labores de rescate, pero justo antes de comenzar a retirar la maquinaria, el equipo registró las ondas de lo que parecía ser un grito proveniente de algún lugar a 500 metros de profundidad y se retomaron las acciones con mucha más diligencia. Luego se supo que las ondas que el equipo captó, fueron del grito que Isaac exclamó con todas sus fuerzas.
Como Isaac, muchos hemos gritado desde las profundidades más insondables de nuestra existencia, desde el fondo al que alguna desavencia nos ha empujado, sepultando nuestras esperanzas y ahogando nuestra fe. Pero desde ahí, desde el lugar de nuestra sepultura, podemos intentar una vez más gritar, llamar sin darnos por vencido, porque hay quien dice: “Cuando me llames, yo responderé y estaré contigo en la angustia”. Es cierto, cuando estamos en el fondo del abismo, gritar podría parecer inútil, pero no lo fue para Isaac, y no lo es para nosotros. Clamar a viva voz en medio del dolor, es romper el silencio, como el Cristo de la cruz clamó desde la cruz: ¡Dios mío!, ¡Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? No porque había perdido la fe en su Padre, sino, porque es precisamente ahí, en el dolor, donde la fe legítima grita y clama, porque sabe que su clamor encontrará respuesta, y que su Salvador “lo rescatará y lo protegerá”. Y así como la bendición del clamor de Jesús tocó muchísimas vidas, el clamor de Isaac también rescató la vida de sus compañeros. No olvidemos que como hijos de Dios, también somo intercesores, y cuando decidimos clamar a él, la bendición que recibimos es para también bendecir a los demás.
Te invito a tomar un momento de reflexión y permitirte identificar aquello que tu alma anhela. ¿Qué cosas gritan dentro de ti que necesitas expresarle a tu Dios? ¿Clamas por paz, salud, seguridad, provisión económica? Te animo a que también extiendas tu clamor a interceder por tu familia, tu comunidad, tu ciudad, tu país, y por algún otro lado del mundo. Solo Dios nos rescatará y protegerá.
Escrito por José L. Verdi